Diario de Lucie 2

Había una vez, en el país encantado de la panadería-pastelería, una tradición ancestral que perdura de generación en generación. En Francia, este oficio es llevado adelante por sólidas federaciones que unen a los panaderos y pasteleros en torno a una pasión común: crear delicias para maravillar los paladares.

 

En el corazón de esta historia, el pan ocupa un lugar especial. Es considerado un tesoro, apreciado por los consumidores que entienden su valor incalculable. Cada pueblo, cada barrio tiene su panadería, un lugar mágico donde el aroma del pan fresco llena el aire. Los panaderos, hábiles artesanos, moldean la masa con amor y la sumergen en hornos ardientes para dar vida a panes crujientes y dorados.

Pero eso no es todo. Los molinos franceses, guardianes de un saber ancestral, saben que la calidad de un buen pan comienza con una harina excepcional. Seleccionan cuidadosamente el trigo francés, cultivado localmente, y elaboran una harina pura, delicada y llena de sabores. Estos molinos se preocupan por mantener una estrecha relación con los productores y favorecen los circuitos cortos, reduciendo así la huella de carbono.

Con el paso del tiempo, los molinos franceses vuelven a conectar con las tradiciones de antaño. Redescubren los trigos antiguos, olvidados por el mundo moderno, y revelan así sabores olvidados. La harina se muele a la piedra, respetando las técnicas artesanales, dando lugar a panes únicos, llenos de autenticidad y carácter.

Mientras tanto, al otro lado de los Pirineos, en España, las realidades son contrastantes. Durante mucho tiempo, la búsqueda de precios bajos ha dominado, relegando la calidad a un segundo plano. Sin embargo, algunos panaderos españoles, visionarios entre ellos, comprenden que el pan barato no es el camino a seguir. Deciden priorizar la calidad, emprenden investigaciones para perfeccionar sus creaciones. Comprenden que el pan debe ser apreciado en su justo valor.

Es lamentable observar que la mayoría de los panaderos españoles, que presumen de ofrecer «pan recién hecho», en realidad son simplemente terminales de cocción que reciben pan congelado. Son pocos los que se preocupan por el origen de las harinas y los posibles pesticidas que contienen. El énfasis se pone intencionalmente en lo «recién hecho», que no es más que una retórica destinada a engañar al consumidor desprevenido.

Así, los pioneros en este campo son principalmente los supermercados, que no dudan en hablar de pan biológico o artesanal. Esto contrasta con la realidad en Francia, donde la denominación de panadería artesanal está protegida y regulada por la ley. Para ser reconocido como tal en Francia, el panadero debe amasar y hornear su propio pan, asegurando así la calidad y autenticidad del producto. Esta divergencia en la definición de la artesanía resalta los desafíos a los que se enfrentan los consumidores en su búsqueda de productos auténticos y de calidad. En este mundo en constante cambio, donde se sienten los efectos del cambio climático, la panadería-pastelería artesanal francesa se erige como un modelo, un faro que guía a aquellos que buscan una alternativa, un camino más respetuoso con la naturaleza.

A pesar de estos obstáculos, en ambos lados de las fronteras, se está despertando una conciencia. Los artesanos panaderos y pasteleros comprenden la importancia primordial del respeto al medio ambiente. Buscan prácticas sostenibles, métodos respetuosos con la naturaleza. Son conscientes de que cada elección que hacen tiene un impacto en nuestro planeta y están decididos a marcar la diferencia.

Debido a la importancia cultural de los oficios de la panadería, la UNESCO ha reconocido las habilidades artesanales FRANCESAS y HA INSCRITO la baguette en el patrimonio inmaterial de la humanidad.

Otra excepción francesa que te invitamos a disfrutar.

Así termina esta historia, donde el placer de comer un verdadero pan francés, elaborado con amor y pasión, es un legado precioso, para saborear en cada bocado.

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